May 20, 2015

Hueftgold

A decir verdad, no sé bien a bien qué siento al ser mujer.


Noté mi cuerpo hace poco más de diez años, aún no sé qué tan importante me resulta el sexo de las personas que me enamoran y no quepo en el estereotipo de belleza femenina.


No quepo.


No quepo, sobre todo, por mi tamaño. Nunca he cabido. Ni cuando era una chamaca de cinco años. El problemón al que se enfrenta una cuando mide 1.85m desde la adolescencia es que no hay ropa “de mujer” que sea tan grande, no en México. Hay que buscar en todas las tiendas del Centro, de Coyoacán, de la Roma, del tianguis de la Lagunilla, de “las pacas de Chalco” por días, semanas, hasta encontrar algo que se acomode al cuerpo. Una aprende a conformarse: deja de importar el color, la belleza, la tela. Desde los 11 años que me visto como caballero. Mientras quepa, está bien. La ropa es ropa, sólo sirve para cubrirse. Lo de menos es que me guste, lo de más es que me quede. Los vestidos que debiesen llegar a la rodilla con trabajos cubren las nalgas, los pantalones siempre son bermudas y las blusas apenas tapan la panza.


La panza.


Esa lucha constante. ¿Desde cuándo vivo a dieta? ¿Los siete? Las dietas se hicieron para dolerse, para llorarse, para romperse. La primera vez que me subí a una báscula aprendí que, contra todo esfuerzo, mi cuerpo habría de rebelarse de las tablas que evalúan talla y peso. Siempre gorda, entre el sobrepeso y la obesidad, dependiendo de la época del año, primavera o Navidad. “Lo bueno es que estás grandota, así no se te nota”. Tanto se nota que apenas hace un par de meses alguien decidió bautizar a mi panza “Verónica, con cariño”. Así, cada que yo quiero acabar con ella, el sujeto en cuestión me recrimina diciendo “¿quieres matar a Verónica de hambre?”. Poco a poco mi panza construyó una personalidad. Verónica. Pobre, un día de estos la voy a desaparecer sólo para caber en la talla 13, que es la más grande en tiendas mexicanas. Para, de una vez por todas, andar por la vida libre de dieta y con ropita de mujer.


Libertad.


Cuando descubrí que había zapatillas de mi número. 7.5, 11, 43, lloré de felicidad. Ser la más alta en todos lados como afirmación política y símbolo de rebeldía. “No le vas a gustar a nadie por gigante”. Mi compañeras de la primaria eran una dulzura. “¿Y sí te va a poder dar vueltas cuando bailen?” Mi papá preocupándose por los de su género. “Contigo no bailo porque estás muy alta”. Un médico que se negó a la salsa por inseguro, macho y reprimido. Es cierto que después de dos horas los zapatos altos duelen, también es cierto que limitan la movilidad, pero conmigo la cuestión es retar al estándar en el que no quepo, externar que los tamaños son un látigo profundamente doloroso, que, pese a todo y los esfuerzos por contener mi cuerpo, soy una muchacha gigante. La alegría es un día verse al espejo midiendo 2 metros, zapatillas negras, vestido azul, electrocumbia de fondo, el recuerdo de alguien que alguna vez dijo mientras me tocaba el vientre y la cadera: “Esta curvota es la más bonita del universo, lo sé de cierto. Hueftgold”. Nada (todo) importa. La libertad es saberse enorme, gorda, querida y guapa.

Este cuerpo molde, cárcel.

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