November 14, 2011

A casa

En Flensburg, la frontera danesa con Alemania, nos encontramos tres muchachos afganos y yo, estábamos esperando el tren a la medianoche, hacía mucho frío, tal vez la sensación térmica era de -5ºC, ellos no traían ropa adecuada, apenas andaban con una sudadera de algodón gris. Les pregunté porqué no traían maletas, dijeron "we don't do shopping" en un inglés básico. Supuse que algo estaba mal. Seguimos platicando y les pregunté si habían comido, dijeron "we don't do eating", supe que había algo triste. Les ofrecí pan y salmón, además de recuerdos, eso traía desde Berlín. Comimos los cuatro en la estación mientras esperábamos el siguiente tren a Fredericia.

Poco a poco me contaron la vida, niños de la guerra que venían de Kabul y que llegarían a Copenague. Cuatro semanas en trenes y autobuses por el mundo. Como si Copenague fuera nuestro NYC.

Subimos al tren e inmediatamente aparecieron dos policías de migración daneses, pidieron nuestros pasaportes y saqué el que mío, puse acento español. Ellos no llevaban consigo documentos.

Afuera hacía frío, no traían ropa adecuada.

Uno de los policías se sentó a nuestro lado y preguntó las edades de los niños, Ali de 16, Gibrán de 14 y Belal de 14. Les preguntó si eran afganos. Ellos respondían todo y yo era perfecta testigo.

Pasó una hora en Flensburg, el tren se retrasó y perdí mi tercer viaje de camino a casa. Pero se retrasó por algo sencillo y sensible, por el respeto al cuerpo de los otros: el segundo policía había ido por abrigos para los niños afganos, migrantes ilegales, daños colaterales de otra guerra. Volvió con los abrigos, los niños se los pusieron y no sé a dónde se fueron, pero siquiera en medio de todo, de la noche, de la incertidumbre, de la infancia que quería llegar a Copenague, no tenían frío.

Siquiera esa noche, estuvieron abrigados por quienes menos esperaban, unos policías de migración. Así, a veces, es Dinamarca.