¿Cómo exactamente se escribe sobre la depresión (dice Omar "enfermedad burguesa")? ¿Con qué palabras? ¿Con qué verbos? ¿En qué tiempo?
¿Se dice: "Sé que un día de abril no pude pararme de la cama de tal cansancio en el cuerpo, veía al cielo o al techo (no importaba ni importará), pensaba en no sé qué, pero pensaba, tragaba saliva, tensaba la garganta, apretaba los dedos de las manos. Quise quedarme en la cama para llorar más a gusto. Posteriormente intenté ir a la Universidad, pero enseguida di el primer paso, deposité la mirada en la puerta y no salí, estuve ahí, parada por un par de horas, luego volví a la cama. Lloré por horas hasta dejar de ser consciente. Así fue la primera semana en la que supe de esto, la primera en la que fue incontrolable"?
¿"Estuve frente a un lago por un día sin darme cuenta. Se hizo de noche, dejaron de pasar autobuses, vi a los patos subirse a los árboles y escuché a los grillos cantar, volteé los ojos hacia la luna, encontré detalles en ella. Me pregunté si todo esto, eso, valía la pena"?
¿"Esto es una enfermedad, y como tal, se cura con rutinas: son las ocho de la mañana y no quiero olvidarme de la cápsula diaria, pongo tres alarmas. Evito tomarla en público por si alguien pregunta qué es, para qué sirve, si duele, si he intentado tomar terapia. La tomo en secreto con el afán de supervivencia social, nada más. Son las diez de la noche y es lo mismo, aunque con mayor soledad y posibilidad de mentir. Es más fácil decir que son anticonceptivos, que son pastillas para el sueño, que son cualquier cosa. Por la noche casi nadie se preocupa"?
¿"Supimos que no era tristeza porque dejó de tener razón. Nunca tuvo razón. Salía con un hombre inigualable, absurdamente inmaduro, dejó preguntas, se fue con culpa. Por una semana estuve infinitamente triste. Después el sentimiento dejó de tener explicación. La tristeza se quedó, pensé que no tenía sentido, pensé en las alegrías diarias, en lo afortunada que era. Empeoraba. La tristeza, la extraña nostalgia, siempre está latente. No importa cuánto se piense, se camine, se decida salir y bailar ante el mundo"?
¿"Sé que necesito que alguien me haga reír. Sé que necesito simpleza pues ahí se encuentra la belleza más pura, tranquila, paciente. Sé que necesito escuchar voces cantar a diario. Sé que necesito que cada amanecer, alguien, quien sea, me diga en voz bajita `esto vale la pena´. Sé que el silencio es imprescindible. Sé que necesito descansar. Sé que necesito de buenas conversaciones. Sé que necesito leer. Sé que necesito comprensión cuando soy incapaz de expresar ideas por medio de palabras. Sé que ocupo mi agenda porque soy experta en el escape. Sé que prefiero estar acompañada porque espero incansablemente que, pese a no poder percibirlo, así mejore"?
¿"Dejé de escribir porque dejé de poder hacerlo y por ello, dejó de haber razón"?
¿"A veces no puedo andar sola en la bici, en el coche, tampoco por el metro, pienso en los excesos. En lo que pasaría si... Luego me detengo, luego recuerdo, luego sonrío, luego rezo tantito. Deseo con todo lo que puedo, que así como llegó, un día de abril, esto se vaya"?
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January 20, 2013
Prozac
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Cállense,
Danmark,
Lo dije,
Me dijeron.,
Nosotras y las cosas,
Pasará,
Pasó,
Primaveras inesperadas.,
Que nadie me lea,
Sonría
March 22, 2012
Recuerdos
Yo nunca, nunca podré narrar Aarhus como lo hizo él.
...
Killing an Arab
Por Emiliano Ruiz Parra
Rodeado de arces y sicomoros, el estanque ofrece una de las vistas más apacibles de Aarhus. Los patos graznan a la espera de un pedazo de pan; las gaviotas vuelan alrededor y los céspedes, aun en lo más crudo del invierno, reflejan con el brillo de su verdor los pálidos rayos del sol. Situado dentro del campus universitario, cada tanto me siento en una de sus bancas a contemplar el espectáculo del silencio y la naturaleza. Esa mañana, sin embargo, la tranquilidad se perturbó por la carrera de un hombre de cabello gris con una red en la mano que perseguía a un pequeño gallinazo. Hubo una fracción de segundo que lo tuvo al alcance pero no se animó a arrojarse para atraparlo y el pajarillo se lanzó al agua. El hombre resolló y se dirigió a mí en una lengua que no comprendí.
--Disculpe, no hablo danés –le dije.
Me respondió en inglés fluido:
--Las gaviotas atacaron a la madre de este pequeño gallinazo y ahora debo rescatarlo o, de lo contrario se lo comerán a él también si no está su madre para defenderlo. ¡Pero vaya que corre rápido!
--¿Y qué hará con él si lo atrapa? –pregunté.
--Cuando menos, llevarlo al estanque de allá, que es más pequeño. Pero creo que lo mejor será llevarlo al hospital.
--¿Al hospital?
--Sí, tenemos un hospital para los animales en situación vulnerable. Allá crecería, y ya más grande lo devolveríamos al estanque.
*****
La lengua danesa tiene unos cinco millones y medio de hablantes. Dinamarca es de los países más ricos del mundo en índices per capita y, quizá, el país con el esquema tributario más fuerte y progresivo del mundo: los impuestos representan el 48 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB). Esa solidez fiscal sostiene a un Estado de Bienestar que no sólo provee salud y seguro de desempleo, sino uno de los servicios educativos más avanzados. A los jóvenes se les paga un salario decente por ir a la universidad y la lengua inglesa es obligatoria desde la primaria. Se puede vivir en este país sin saber una sola palabra en danés. Los jóvenes hablan inglés fluidamente; los adultos lo conocen con suficiencia para proveer cualquier servicio y los más viejos, aun cuando no la dominen, son capaces de sostener conversaciones.
La educación pública danesa produce jóvenes cosmopolitas y universales como Simon, un estudiante de física que conocí en la fiesta de una comuna. Nunca había salido de Europa pero sabía del mundo como poca gente. Hablaba con familiaridad de problemas de América Latina, Asia y África y, en unos minutos, trazó un retrato político y económico de su país. Ni por su nivel de información ni por la escasez de su cabello era verosímil que apenas tuviera 19 años. Pero era verdad. Contó que vivía en un departamento en el gueto de la ciudad: un conjunto de edificios en el oriente a donde fueron a dar los inmigrantes asiáticos y africanos en Aarhus. Cuando se mudó al gueto algunos amigos daneses le dijeron que se cuidara del crimen.
A Simon le indignaban las medidas de contención migratoria que los nacionalistas habían impulsado en el anterior gobierno. Una de ellas, el examen de cultura danesa que todo inmigrante debía presentar –en danés— para obtener la residencia.
--Ningún danés pasaría ese examen –me dijo.
Los inmigrantes sí lo acreditan y se mudan a Aarhus por miles. Pero en el hermoso centro de la ciudad no se les ve. Las calles peatonales, los cafés, las plazas, los restaurantes y las tiendas de ropa no parecieran atraerlos mucho. Quizá se deba a los precios. Una cena ligera para una persona, con una copa de vino, cuesta unos mil 200 pesos mexicanos, y aun así es muy raro ver un restaurante vacío a la hora de la cena.
******
Ubicado a un costado del gueto afro-asiático, el bazar es el sitio más cosmopolita de Aarhus. Más pequeño que un mercado de barrio de la ciudad de México, hospeda a las comunidades somalí, palestina, turca, india y magrebí. A la entrada, del lado izquierdo, un sikh ofrece un estupendo masala; en el local del lado derecho, palestinos de Gaza preparan un riquísimo humus y deliciosas berenjenas. En el pasillo lateral izquierdo una fonda somalí ofrece cordero a la menta y, al fondo, marroquíes venden unos exquisitos postres bañados en miel. Y a precios accesibles. En el bazar se consigue fruta sabrosa; los cortes de cabello, a unos 250 pesos mexicanos, son los más baratos de la ciudad.
Uno de los lugares más entrañables del bazar es el café de somalíes. Decorado con fotos de playas paradisíacas, la bandera nacional y el equipo futbol, la frigidez del invierno se disipa en su interior. En un país en donde la carcajada es, literalmente, mal vista, en este café el barullo recuerda a una cantina mexicana. Los somalíes no beben alcohol, pero no les hace falta. Mientras juegan cartas gritan, ríen, se dan de palmadas. Me siento en casa. Quizá tenga razón Alberto Ruy Sánchez cuando dice que México es un país árabe que no se reconoce.
Acudí al café de somalíes con Diego Osorno, que hizo el viaje hasta este puerto para visitarme. A él le fascinó tanto como a mí y me sugirió ocuparlo como lugar de trabajo, porque además provee Internet gratis. Un sábado lo hice así. Pero de repente se interrumpió el barullo y el dueño del café me dijo que cerrarían el café porque irían a rezar pero que podía volver en 15 minutos (el bazar contiene mezquita y escuela coránica). Esperé afuera, regresaron los somalíes y me instalé de nuevo. A las dos horas se acercó a pedirme que me retirara, pero me invitó a regresar dentro de 15 minutos. El ritual se repetía cinco veces al día…
El bazar, sin embargo, no ha de ser idealizado. Es tan patriarcal como las cantinas de México, pero quizá en un nivel más opresivo. La proporción de mujeres en sus corredores es menor y, por lo general, sólo acuden a comprar verduras. Nunca he visto a una mujer dentro de los cafés somalí o turco. Con Atenea Rosado, que me llevó al bazar por primera vez, nos atrevimos a franquear la puerta de la fonda somalí y comer dentro. Era la única mujer además de la cocinera. Los hombres la miraron con incomodidad pero al poco tiempo se acostumbraron a su presencia. No nos atrevimos, sin embargo, a romper el cerco invisible del ruidoso café somalí de las playas paradisíacas. Ahí he entrado yo solo o acompañado de hombres.
El bazar comprime dentro de sí a más guetos: En el café turco hay sólo turcos; lo mismo en el somalí. De vez en cuando un marroquí platicador hablará mal de los africanos y viceversa. Sus orígenes, lenguas e historias son distintas, pero suelen compartir algunos rasgos: son ruidosos, comelones, sonrientes, extrovertidos. Cuando entablan una conversación, suelen quejarse de que les resulta harto difícil encajar en la sociedad danesa.
******
Se agotó la pila de mi computadora y abandoné el café del campus universitario. Caminé a la parada y miré el horario: faltaban todavía 15 minutos para mi autobús. Los músculos, contraídos de frío, me demandaron movimiento y me dirigí a la otra parada, aún más céntrica. Todavía debía aguardar 10 minutos. Un joven danés se acercó, se fijó en los horarios y se resignó a esperar. En la acera de enfrente resonó la tos de un hombre muy enfermo. Caminando pesadamente y a tumbos llegó a la parada. Estaba cubierto en ropas viejas y sucias y cargaba una bolsa. Se sentó en la banca, a medio metro de donde yo había dejado mi mochila. Unas mujeres jóvenes pasaron frente a nosotros y el borracho, entre arcadas de tos, se dirigió a mí en una lengua que no entendí.
--Disculpe, no hablo danés –le dije.
Respondió en inglés con un grito indignado:
--¡Vienen a cogerse a nuestras mujeres pero no son capaces de aprender danés!
Le di la espalda y contemplé la luna, decidido a no prestarle más atención. Pero su voz seguía ahí: volvió al reclamo sobre las mujeres y mi ignorancia de la lengua danesa. Seguí sin voltear. Gritó de nuevo. Dirigió entonces su voz atrabancada a insultar al islam y a Mahoma. La diatriba islamofóbica se prolongó por uno o dos minutos. Yo lo dejé pasar y seguí mirando la luna.
De repente se escuchó un golpe y la parada de autobús retumbó. El borracho le había pegado a una de las paredes de vidrio, se había puesto de pie y se dirigía hacia mí. El otro danés que esperaba el autobús dio dos pasos atrás y se apartó. Prefirió que lo bañara una lluvia suave pero pertinaz y sacó un teléfono del bolsillo e hizo una llamada.
--¡Si yo quiero te mato! – me gritó el borracho.
Lo dijo una segunda y una tercera vez. Cada vez más fuerte y cada vez más cerca de mí, aproximando su cuerpo grande y torpe y su voz estentórea que ya retumbaba en toda la cuadra. Eran las nueve con seis minutos de la noche en el centro de la ciudad. En una calle normalmente transitada no había nadie en ese momento. O eso me pareció a mí. Una vez más, otra más, más fuerte y más cerca: ¡si yo quiero te mato!
El borracho se sentó de nuevo en la banca cuando se detuvo mi autobús y lanzó una última amenaza. No me siguió a bordo. El joven danés que había atestiguado la escena buscó un lugar en el extremo opuesto del vehículo y continuó con su llamada telefónica.
Recordé los versos de The Cure a propósito de la novela de Camus:
I’m alive
I’m dead
I’m a stranger
Killing an Arab.
...
Killing an Arab
Por Emiliano Ruiz Parra
Rodeado de arces y sicomoros, el estanque ofrece una de las vistas más apacibles de Aarhus. Los patos graznan a la espera de un pedazo de pan; las gaviotas vuelan alrededor y los céspedes, aun en lo más crudo del invierno, reflejan con el brillo de su verdor los pálidos rayos del sol. Situado dentro del campus universitario, cada tanto me siento en una de sus bancas a contemplar el espectáculo del silencio y la naturaleza. Esa mañana, sin embargo, la tranquilidad se perturbó por la carrera de un hombre de cabello gris con una red en la mano que perseguía a un pequeño gallinazo. Hubo una fracción de segundo que lo tuvo al alcance pero no se animó a arrojarse para atraparlo y el pajarillo se lanzó al agua. El hombre resolló y se dirigió a mí en una lengua que no comprendí.
--Disculpe, no hablo danés –le dije.
Me respondió en inglés fluido:
--Las gaviotas atacaron a la madre de este pequeño gallinazo y ahora debo rescatarlo o, de lo contrario se lo comerán a él también si no está su madre para defenderlo. ¡Pero vaya que corre rápido!
--¿Y qué hará con él si lo atrapa? –pregunté.
--Cuando menos, llevarlo al estanque de allá, que es más pequeño. Pero creo que lo mejor será llevarlo al hospital.
--¿Al hospital?
--Sí, tenemos un hospital para los animales en situación vulnerable. Allá crecería, y ya más grande lo devolveríamos al estanque.
*****
La lengua danesa tiene unos cinco millones y medio de hablantes. Dinamarca es de los países más ricos del mundo en índices per capita y, quizá, el país con el esquema tributario más fuerte y progresivo del mundo: los impuestos representan el 48 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB). Esa solidez fiscal sostiene a un Estado de Bienestar que no sólo provee salud y seguro de desempleo, sino uno de los servicios educativos más avanzados. A los jóvenes se les paga un salario decente por ir a la universidad y la lengua inglesa es obligatoria desde la primaria. Se puede vivir en este país sin saber una sola palabra en danés. Los jóvenes hablan inglés fluidamente; los adultos lo conocen con suficiencia para proveer cualquier servicio y los más viejos, aun cuando no la dominen, son capaces de sostener conversaciones.
La educación pública danesa produce jóvenes cosmopolitas y universales como Simon, un estudiante de física que conocí en la fiesta de una comuna. Nunca había salido de Europa pero sabía del mundo como poca gente. Hablaba con familiaridad de problemas de América Latina, Asia y África y, en unos minutos, trazó un retrato político y económico de su país. Ni por su nivel de información ni por la escasez de su cabello era verosímil que apenas tuviera 19 años. Pero era verdad. Contó que vivía en un departamento en el gueto de la ciudad: un conjunto de edificios en el oriente a donde fueron a dar los inmigrantes asiáticos y africanos en Aarhus. Cuando se mudó al gueto algunos amigos daneses le dijeron que se cuidara del crimen.
A Simon le indignaban las medidas de contención migratoria que los nacionalistas habían impulsado en el anterior gobierno. Una de ellas, el examen de cultura danesa que todo inmigrante debía presentar –en danés— para obtener la residencia.
--Ningún danés pasaría ese examen –me dijo.
Los inmigrantes sí lo acreditan y se mudan a Aarhus por miles. Pero en el hermoso centro de la ciudad no se les ve. Las calles peatonales, los cafés, las plazas, los restaurantes y las tiendas de ropa no parecieran atraerlos mucho. Quizá se deba a los precios. Una cena ligera para una persona, con una copa de vino, cuesta unos mil 200 pesos mexicanos, y aun así es muy raro ver un restaurante vacío a la hora de la cena.
******
Ubicado a un costado del gueto afro-asiático, el bazar es el sitio más cosmopolita de Aarhus. Más pequeño que un mercado de barrio de la ciudad de México, hospeda a las comunidades somalí, palestina, turca, india y magrebí. A la entrada, del lado izquierdo, un sikh ofrece un estupendo masala; en el local del lado derecho, palestinos de Gaza preparan un riquísimo humus y deliciosas berenjenas. En el pasillo lateral izquierdo una fonda somalí ofrece cordero a la menta y, al fondo, marroquíes venden unos exquisitos postres bañados en miel. Y a precios accesibles. En el bazar se consigue fruta sabrosa; los cortes de cabello, a unos 250 pesos mexicanos, son los más baratos de la ciudad.
Uno de los lugares más entrañables del bazar es el café de somalíes. Decorado con fotos de playas paradisíacas, la bandera nacional y el equipo futbol, la frigidez del invierno se disipa en su interior. En un país en donde la carcajada es, literalmente, mal vista, en este café el barullo recuerda a una cantina mexicana. Los somalíes no beben alcohol, pero no les hace falta. Mientras juegan cartas gritan, ríen, se dan de palmadas. Me siento en casa. Quizá tenga razón Alberto Ruy Sánchez cuando dice que México es un país árabe que no se reconoce.
Acudí al café de somalíes con Diego Osorno, que hizo el viaje hasta este puerto para visitarme. A él le fascinó tanto como a mí y me sugirió ocuparlo como lugar de trabajo, porque además provee Internet gratis. Un sábado lo hice así. Pero de repente se interrumpió el barullo y el dueño del café me dijo que cerrarían el café porque irían a rezar pero que podía volver en 15 minutos (el bazar contiene mezquita y escuela coránica). Esperé afuera, regresaron los somalíes y me instalé de nuevo. A las dos horas se acercó a pedirme que me retirara, pero me invitó a regresar dentro de 15 minutos. El ritual se repetía cinco veces al día…
El bazar, sin embargo, no ha de ser idealizado. Es tan patriarcal como las cantinas de México, pero quizá en un nivel más opresivo. La proporción de mujeres en sus corredores es menor y, por lo general, sólo acuden a comprar verduras. Nunca he visto a una mujer dentro de los cafés somalí o turco. Con Atenea Rosado, que me llevó al bazar por primera vez, nos atrevimos a franquear la puerta de la fonda somalí y comer dentro. Era la única mujer además de la cocinera. Los hombres la miraron con incomodidad pero al poco tiempo se acostumbraron a su presencia. No nos atrevimos, sin embargo, a romper el cerco invisible del ruidoso café somalí de las playas paradisíacas. Ahí he entrado yo solo o acompañado de hombres.
El bazar comprime dentro de sí a más guetos: En el café turco hay sólo turcos; lo mismo en el somalí. De vez en cuando un marroquí platicador hablará mal de los africanos y viceversa. Sus orígenes, lenguas e historias son distintas, pero suelen compartir algunos rasgos: son ruidosos, comelones, sonrientes, extrovertidos. Cuando entablan una conversación, suelen quejarse de que les resulta harto difícil encajar en la sociedad danesa.
******
Se agotó la pila de mi computadora y abandoné el café del campus universitario. Caminé a la parada y miré el horario: faltaban todavía 15 minutos para mi autobús. Los músculos, contraídos de frío, me demandaron movimiento y me dirigí a la otra parada, aún más céntrica. Todavía debía aguardar 10 minutos. Un joven danés se acercó, se fijó en los horarios y se resignó a esperar. En la acera de enfrente resonó la tos de un hombre muy enfermo. Caminando pesadamente y a tumbos llegó a la parada. Estaba cubierto en ropas viejas y sucias y cargaba una bolsa. Se sentó en la banca, a medio metro de donde yo había dejado mi mochila. Unas mujeres jóvenes pasaron frente a nosotros y el borracho, entre arcadas de tos, se dirigió a mí en una lengua que no entendí.
--Disculpe, no hablo danés –le dije.
Respondió en inglés con un grito indignado:
--¡Vienen a cogerse a nuestras mujeres pero no son capaces de aprender danés!
Le di la espalda y contemplé la luna, decidido a no prestarle más atención. Pero su voz seguía ahí: volvió al reclamo sobre las mujeres y mi ignorancia de la lengua danesa. Seguí sin voltear. Gritó de nuevo. Dirigió entonces su voz atrabancada a insultar al islam y a Mahoma. La diatriba islamofóbica se prolongó por uno o dos minutos. Yo lo dejé pasar y seguí mirando la luna.
De repente se escuchó un golpe y la parada de autobús retumbó. El borracho le había pegado a una de las paredes de vidrio, se había puesto de pie y se dirigía hacia mí. El otro danés que esperaba el autobús dio dos pasos atrás y se apartó. Prefirió que lo bañara una lluvia suave pero pertinaz y sacó un teléfono del bolsillo e hizo una llamada.
--¡Si yo quiero te mato! – me gritó el borracho.
Lo dijo una segunda y una tercera vez. Cada vez más fuerte y cada vez más cerca de mí, aproximando su cuerpo grande y torpe y su voz estentórea que ya retumbaba en toda la cuadra. Eran las nueve con seis minutos de la noche en el centro de la ciudad. En una calle normalmente transitada no había nadie en ese momento. O eso me pareció a mí. Una vez más, otra más, más fuerte y más cerca: ¡si yo quiero te mato!
El borracho se sentó de nuevo en la banca cuando se detuvo mi autobús y lanzó una última amenaza. No me siguió a bordo. El joven danés que había atestiguado la escena buscó un lugar en el extremo opuesto del vehículo y continuó con su llamada telefónica.
Recordé los versos de The Cure a propósito de la novela de Camus:
I’m alive
I’m dead
I’m a stranger
Killing an Arab.
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Danmark,
Me dijeron,
Sur o no ser
November 14, 2011
A casa
En Flensburg, la frontera danesa con Alemania, nos encontramos tres muchachos afganos y yo, estábamos esperando el tren a la medianoche, hacía mucho frío, tal vez la sensación térmica era de -5ºC, ellos no traían ropa adecuada, apenas andaban con una sudadera de algodón gris. Les pregunté porqué no traían maletas, dijeron "we don't do shopping" en un inglés básico. Supuse que algo estaba mal. Seguimos platicando y les pregunté si habían comido, dijeron "we don't do eating", supe que había algo triste. Les ofrecí pan y salmón, además de recuerdos, eso traía desde Berlín. Comimos los cuatro en la estación mientras esperábamos el siguiente tren a Fredericia.
Poco a poco me contaron la vida, niños de la guerra que venían de Kabul y que llegarían a Copenague. Cuatro semanas en trenes y autobuses por el mundo. Como si Copenague fuera nuestro NYC.
Subimos al tren e inmediatamente aparecieron dos policías de migración daneses, pidieron nuestros pasaportes y saqué el que mío, puse acento español. Ellos no llevaban consigo documentos.
Afuera hacía frío, no traían ropa adecuada.
Uno de los policías se sentó a nuestro lado y preguntó las edades de los niños, Ali de 16, Gibrán de 14 y Belal de 14. Les preguntó si eran afganos. Ellos respondían todo y yo era perfecta testigo.
Pasó una hora en Flensburg, el tren se retrasó y perdí mi tercer viaje de camino a casa. Pero se retrasó por algo sencillo y sensible, por el respeto al cuerpo de los otros: el segundo policía había ido por abrigos para los niños afganos, migrantes ilegales, daños colaterales de otra guerra. Volvió con los abrigos, los niños se los pusieron y no sé a dónde se fueron, pero siquiera en medio de todo, de la noche, de la incertidumbre, de la infancia que quería llegar a Copenague, no tenían frío.
Siquiera esa noche, estuvieron abrigados por quienes menos esperaban, unos policías de migración. Así, a veces, es Dinamarca.
Poco a poco me contaron la vida, niños de la guerra que venían de Kabul y que llegarían a Copenague. Cuatro semanas en trenes y autobuses por el mundo. Como si Copenague fuera nuestro NYC.
Subimos al tren e inmediatamente aparecieron dos policías de migración daneses, pidieron nuestros pasaportes y saqué el que mío, puse acento español. Ellos no llevaban consigo documentos.
Afuera hacía frío, no traían ropa adecuada.
Uno de los policías se sentó a nuestro lado y preguntó las edades de los niños, Ali de 16, Gibrán de 14 y Belal de 14. Les preguntó si eran afganos. Ellos respondían todo y yo era perfecta testigo.
Pasó una hora en Flensburg, el tren se retrasó y perdí mi tercer viaje de camino a casa. Pero se retrasó por algo sencillo y sensible, por el respeto al cuerpo de los otros: el segundo policía había ido por abrigos para los niños afganos, migrantes ilegales, daños colaterales de otra guerra. Volvió con los abrigos, los niños se los pusieron y no sé a dónde se fueron, pero siquiera en medio de todo, de la noche, de la incertidumbre, de la infancia que quería llegar a Copenague, no tenían frío.
Siquiera esa noche, estuvieron abrigados por quienes menos esperaban, unos policías de migración. Así, a veces, es Dinamarca.
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Pasó,
Primaveras inesperadas.
October 31, 2011
Uñas rojas
Me puse las medias de red porque sabía que los fines de semana no volverían a ser calientes, no me permitirían salir sin abrigo y botas. Me puse las medias de red porque con ese vestido nada iba mejor, hubieses visto, las piernas se me veían larguísimas. Me las puse porque nunca antes tuve unas, en boca de mi hermana "la medias de red son medias de puta", como lo es el labial carmín, las minifaldas de cualquier color, las pestañas negras, los aretes ostentosos, las zapatillas plateadas, todo de puta. Me las puse porque aquí nadie me acosaría, no tendría que cuidarme la espalda ni las nalgas, tomaría el autobús al centro como si nada, todas lo haríamos y no sería extraordinario. No tuve miedo de ser observada, de que quienes me vieran en la calle crearan historias sobre mí, supe desde que las compré que aquí las medias de red son sólo un accesorio más; andan las danesas con medias negras, rojas, piel, rotas, medias con agujeros enormes bajo shorts que no llegan a los muslos, salen de fiesta, conducen la bici, asisten a la universidad siempre con medias y sin etiquetas. Me puse las medias de red, de puta, porque quise rebelarme contra el pasado, contra el machismo que mi abuela, mis tías, mi madre, me han enseñado, quise a la distancia acabar con la misoginia de aquellos que alguna vez me tocaron sin consentimiento, me gritaron sin otra razón más que mi cuerpo. Me acordé de ti, Lizbeth, que me explicaste hace mucho, que nada debería tener etiquetas, menos la ropa.
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Lo dije,
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Nosotras y las cosas
September 30, 2011
De tierra y paz
Lo importante generalmente se aprende de las palabras y silencios de las calles y los libros, no de las clases universitarias.
Hoy parecía más conveniente salir a disfrutar el sol danés, regalo del destino y las coincidencias climáticas que ir a la universidad. Se aprende más de salir en bicicleta a pasear por el lago, viendo a los caballos pastar mientras los viejos contemplan. Viejos que tomados de la mano caminan por ahí, andan un par de horas, se sientan, comen pan con paté, se miran a los ojos, deciden tomar sus bicis y andan de vuelta a casa platicando en el camino. Brabrand lleno de viejos y migrantes, Brabrand con corazón de lago, lugar en el que todos van a tomar el sol, de paso verse reflejados en el agua. Aquí, en este barrio, es donde se mezclan las sombras de quienes llevan la vida entera valorando el sol y de quienes salimos a disfrutarlo por mera nostalgia. Los caballos pastan, la gente sale, no pasa nada, no se acaba el mundo ni hay noticias trágicas, no hay 50 mil muertos a cuestas, 30 mil huérfanos, miles de desaparecidos: se aprende más de esto, de recordar qué significa paz.
Se aprende más de platicar con un desconocido en la tienda, dice de repente "You are from Mexico, I'm from Palestine, we also have a war". Carajo. Esta guerra que hermana, ni él, ni yo pedimos conocer a los muertos, saber sus nombres, conocer sus historias. Olvidarnos del número. Rebelarnos ante la estadística, recordar que detrás de esto hay razones y omisiones. Se aprende más del momento en el que una entiende que el palestino ha comenzado a confundirme con una refugiada de guerra, afectada igual por los muros, cañones, bombas. Paso a su bodega a compartir falafel, me pregunta de los próximos años, del futuro, la memoria, si nos acordamos o ya nos acostumbramos. Ese doloroso minuto en el que le dije que desafortunadamente, ya nos acostumbramos. Poco a poco se nos olvida. Todo está bajo control, no hay gente en los parques hablándose, compartiendo sombras, pensando. Nada más terrible que la desocupación de lo público; entonces la guerra nos alcanzó. Igual que en Palestina, me dice, donde a pesar del día soleado, nos quedamos en casa a ver la TV, escuchar el radio, escribir.
Se aprende más de salir con un refugiado político sin nombre ni dirección y verle sonreír, resulta que pese al tiempo, los golpes, el frío y la distancia, se puede seguir. La libertad no es asunto del espacio, sino de la conciencia. Verdaderos revolucionarios que me recuerdan por lo que vale la pena leer los mil ensayos de Memoria Colectiva, no es por el certificado, la experiencia, la metodología, es por compromiso conmigo y con los otros. Se aprende hablando de Robert Mugabe, del colonialismo, los artículos en inglés, español, francés que no hemos escrito, las historias de guerra que no hemos contado, las canciones que no hemos cantado, las vidas de los muertos que no hemos narrado. Primero vendrá una resolución diciéndonos que creemos una Comisión de la Verdad antes de que nos decidamos a organizarla. Volverá el gobierno autoritario antes de que encontremos a los desaparecidos de la Guerra Fría. Los libros de historia no incluirán estos cinco años, los maestros no hablarán de ello, fingiremos que fue un sueño, porque quisimos que la foto del cuerpo de María Macías Castro al lado de su laptop pareciera nada más que eso: un sueño. Se aprende más acercándome al refugiado político de Zimbabwe, sabiendo que no quiero ser como él a los 27, y que él fue tan parecido a mí a los 21.
Se aprende más paseando por el centro de Aarhus con una amiga, bebiendo una cerveza mientras platicamos de la clases que tomamos y damos, de la costumbre danesa de poner velas en todos lados, de cuán llena de gente está la explanada de la catedral, el canal, las playas. La gente no sólo sale porque sea un día especialmente soleado, salimos porque podemos caminar por el puerto sin miedo a lo que viene. Se aprende mucho de amanecer a diario con el periódico plagado de noticias llanas, beber café mientras se lee un buen libro, andar en bicicleta de casa a la universidad y viceversa, no tener reuniones interminables, ni siquiera imaginar protestas masivas. Vivir en esta indescriptible, culpable, recalcitrante paz.
Hoy parecía más conveniente salir a disfrutar el sol danés, regalo del destino y las coincidencias climáticas que ir a la universidad. Se aprende más de salir en bicicleta a pasear por el lago, viendo a los caballos pastar mientras los viejos contemplan. Viejos que tomados de la mano caminan por ahí, andan un par de horas, se sientan, comen pan con paté, se miran a los ojos, deciden tomar sus bicis y andan de vuelta a casa platicando en el camino. Brabrand lleno de viejos y migrantes, Brabrand con corazón de lago, lugar en el que todos van a tomar el sol, de paso verse reflejados en el agua. Aquí, en este barrio, es donde se mezclan las sombras de quienes llevan la vida entera valorando el sol y de quienes salimos a disfrutarlo por mera nostalgia. Los caballos pastan, la gente sale, no pasa nada, no se acaba el mundo ni hay noticias trágicas, no hay 50 mil muertos a cuestas, 30 mil huérfanos, miles de desaparecidos: se aprende más de esto, de recordar qué significa paz.
Se aprende más de platicar con un desconocido en la tienda, dice de repente "You are from Mexico, I'm from Palestine, we also have a war". Carajo. Esta guerra que hermana, ni él, ni yo pedimos conocer a los muertos, saber sus nombres, conocer sus historias. Olvidarnos del número. Rebelarnos ante la estadística, recordar que detrás de esto hay razones y omisiones. Se aprende más del momento en el que una entiende que el palestino ha comenzado a confundirme con una refugiada de guerra, afectada igual por los muros, cañones, bombas. Paso a su bodega a compartir falafel, me pregunta de los próximos años, del futuro, la memoria, si nos acordamos o ya nos acostumbramos. Ese doloroso minuto en el que le dije que desafortunadamente, ya nos acostumbramos. Poco a poco se nos olvida. Todo está bajo control, no hay gente en los parques hablándose, compartiendo sombras, pensando. Nada más terrible que la desocupación de lo público; entonces la guerra nos alcanzó. Igual que en Palestina, me dice, donde a pesar del día soleado, nos quedamos en casa a ver la TV, escuchar el radio, escribir.
Se aprende más de salir con un refugiado político sin nombre ni dirección y verle sonreír, resulta que pese al tiempo, los golpes, el frío y la distancia, se puede seguir. La libertad no es asunto del espacio, sino de la conciencia. Verdaderos revolucionarios que me recuerdan por lo que vale la pena leer los mil ensayos de Memoria Colectiva, no es por el certificado, la experiencia, la metodología, es por compromiso conmigo y con los otros. Se aprende hablando de Robert Mugabe, del colonialismo, los artículos en inglés, español, francés que no hemos escrito, las historias de guerra que no hemos contado, las canciones que no hemos cantado, las vidas de los muertos que no hemos narrado. Primero vendrá una resolución diciéndonos que creemos una Comisión de la Verdad antes de que nos decidamos a organizarla. Volverá el gobierno autoritario antes de que encontremos a los desaparecidos de la Guerra Fría. Los libros de historia no incluirán estos cinco años, los maestros no hablarán de ello, fingiremos que fue un sueño, porque quisimos que la foto del cuerpo de María Macías Castro al lado de su laptop pareciera nada más que eso: un sueño. Se aprende más acercándome al refugiado político de Zimbabwe, sabiendo que no quiero ser como él a los 27, y que él fue tan parecido a mí a los 21.
Se aprende más paseando por el centro de Aarhus con una amiga, bebiendo una cerveza mientras platicamos de la clases que tomamos y damos, de la costumbre danesa de poner velas en todos lados, de cuán llena de gente está la explanada de la catedral, el canal, las playas. La gente no sólo sale porque sea un día especialmente soleado, salimos porque podemos caminar por el puerto sin miedo a lo que viene. Se aprende mucho de amanecer a diario con el periódico plagado de noticias llanas, beber café mientras se lee un buen libro, andar en bicicleta de casa a la universidad y viceversa, no tener reuniones interminables, ni siquiera imaginar protestas masivas. Vivir en esta indescriptible, culpable, recalcitrante paz.
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